martes, 7 de junio de 2011

Aguanta el tipo... y anda.



En la vida muchas veces se dan momentos, en los que debes ser antes un cobarde que pueda librar dos guerras, antes que un valiente que corra a la primera línea de batalla. Y es que el humano, lejos de tener miedo, debe saber sentar su cabeza y pensar cuándo se puede ganar la guerra y cuándo no, si ha llegado ya el momento de rendirse o de seguir hasta el fin en un conflicto suicida. Llega el momento en que los niños deben dejar el espacio a otros niños que vengan detrás. Y ser fuertes, mantener la mente fría y cuando no queden más segundos... salir por la puerta con la cabeza bien alta. Que fué bonito mientras duró, y los recuerdos, los buenos, por pocos que puedas recordar, siempre existirán. Y es que sin avisar, te das cuenta de que ya llegas tarde a ser adulto, de que se acabaron las impertinencias y los "porquemedalagana".

Yo nunca fui problemático en casa, siempre fui el inteligente, la esperanza de la familia, el universitario. Al principio los refuerzos positivos casi siempre llevaban mi nombre. Las recompensas buscaban el bolsillo de Fernando, pero todo niño crece, y con su cuerpo crece también su mente, sus deseos, sus objetivos, sus sueños... y la presión que recae sobre ellos por parte de aquellos que esperan más de ti, mucho más de ti o lo imposible de ti. Llega el día en el que te das cuenta de que esas cosas que persigues no las vas a encontrar donde has pasado más de veinte años. Debes irte, correr, huir,... como prefieran llamarlo.

Si lo pienso bien, nunca fue un problema para mí cambiar de aires. La primera casa en la que vivimos mi familia y yo la dejamos para mudarnos con mi abuela. Allí pasamos tres años para luego irnos como se va un cangrejo ermitaño, a otra concha. Y bueno, después de diez años en esta madriguera, uno ya ha crecido lo suficiente como para saber que ha llegado el momento de coger los bártulos y buscarse la vida una vez más. La que uno quiere. Pero ésta vez toca buscar solo.

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